Fante: Mejor otoño que primavera



John Thomas Fante no dejó un bonito cadáver. En lugar de eso, dejó uno minimalista, compacto; un cuerpo diminuto, sin piernas, sin vista, sin fuerzas. Y, aún así, le llevó su tiempo abandonar lo que quedaba de él. El suficiente para dictar una última novela a Joyce, su mujer. No sabemos por qué. Tal vez porque era un escritor de verdad. Y un escritor de verdad no sabe hacer otra cosa que no sea escribir  

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A lo mejor, morirse no está tan mal. 

Esto podría haber pensado cualquiera en la piel de Fante durante sus últimos años: un escritor maltratado en vida, un cabrón amargado, ninguneado por haber elegido el camino fácil; el de los estudios cinematográficos y la literatura barata de guión de producciones de serie B. Alcohólico, malcarado, despótico, maltratador. Despreciado y amado, a partes iguales, por una esposa y unos hijos que habrían de vivir bajo su sombra, incluso después de muerto. 

Un pobre resentido, ciego y huérfano de extremidades inferiores, del que Bukowski intentó apropiarse y alardear, igual que si fuese un juguete roto encontrado en la basura, y de quien quiso —y creyó— ser amigo. Pero la verdad es que Fante lo aborrecía con ganas. Aborrecía su éxito, aborrecía su personaje, y aborrecía, sobre todo, que Bukowski estuviese viviendo la vida que le correspondía haber vivido a él. Tampoco le gustaban demasiado las cosas que escribía, a excepción de sus poemas. Si hubiera conservado la vista y la salud, tal vez le hubiese dado una oportunidad a La senda del perdedor, aunque difícilmente podría haber cambiado su opinión sobre aquel cretino de Hank. Su prosa nunca le pareció lo bastante buena, ni su popularidad lo bastante justificable. 

Todo esto se lo llegaría a confesar veladamente el propio Fante a Ben Pleasants en la que habría de ser su penúltima conversación, en 1982, cuando la enfermedad hablaba más que la persona, así que tampoco sirve para hacerse una idea demasiado rigurosa de sus sentimientos hacia el hombre que consiguió, para su propia gloria personal pero también para la de Fante, rescatar del ostracismo el nombre de aquel viejo autor italoamericano que cambió el humo y la imprenta por el champán y los focos: el creador de Arturo Bandini, el primer esbozo, un poco tosco, de lo que sería Chinaski. Aquel pobre Fante, oxidado, olvidado y cargado de una ira atroz y necesaria contra un mundo que le resultaba implacable y hostil. Como su enfermedad.  

2 

Lo poco que quedaba de Fante terminó de consumirse en la Residencia Hollywood de San Fernando Valley, en Los Ángeles, hace algo más de treinta años, el 8 de mayo de 1983. Hacia el final de sus días se fue convirtiendo en un ser cada vez más melancólico y delirante. Un ejemplo: murió con la convicción de que un celador del centro intentaba cargárselo con un dardo envenenado. 

Esto lo sabemos porque ahora lo cuenta Ben Pleasants, quien, al contrario del resto del mundo —Bukowski incluido—, iba a visitarle a menudo. Hasta en seis ocasiones, como mínimo, durante su convalecencia. Le acompañaba su grabadora y, en alguna ocasión, también su pareja, Marlene Sinderman, que, como Fante, se estaba quedando ciega por culpa de la diabetes. Pleasants registraba todas sus visitas en cintas de audio, con el consentimiento del viejo. Aún hoy las conserva, a excepción de la última. La última era tan incoherente que lo más honesto que podía hacer era eliminarla. 

Y eso hizo. 

O eso dice.  

3

Pleasants solo pudo conocer a Fante en el invierno de su vida. Una agonía disfrazada de primavera gracias al empeño de Bukowski y su editor, John Martin, por recuperar su obra, cuarenta años después, y hacer cierta justicia a aquellas viejas novelas, populares en su momento pero completamente olvidadas desde entonces.

Fante era incapaz de perdonarse a sí mismo que sus escarceos con el poco gratificante mundo del celuloide hubiesen acabado por borrarle de la memoria colectiva. Necesitaba reconocimiento, y solo le llegó —tarde— gracias a la influencia de aquel loco borracho de alcohol y éxito que, después de leer “Pregúntale al polvo”, se había mudado al barrio de Bunker Hill.

Cuando se vieron por última vez, Fante preguntó a Pleasants por Black Sparrow, la editorial de Martin, que ya había publicado sus dos primeras novelas, “Espera a la primavera, Bandini” y “Pregúntale al polvo”, y algunas de sus obras inéditas hasta entonces, como “La Hermandad de la Uva” o “Sueños de Bunker Hill”.

—¿Tú crees que me darían un adelanto?

Pleasants se rio, claro. ¿Qué otra cosa podía hacer? Aunque no lo sabía, al pobre Fante le quedaban días de vida, pero él seguía pensando en escribir y cobrar por ello. Se veía con fuerzas para seguir haciéndolo.

Aquel invierno empezaba a parecerse a un otoño a deshora. Un espejismo.

4

Fante murió a medio recuperar. Pero Bunker Hill lo hizo antes que él. Veinte años antes, si la cifra importa. Los escenarios que Bandini recorre por última vez en “Sueños de Bunker Hill” solo perduraban ya en su memoria reseca. La tienda de Goodwill, por ejemplo, acabó convirtiéndose en una iglesia. El Follies, en un aparcamiento. Y así todo lo demás, hasta acabar siendo el amasijo de cristal y cemento que es hoy. La famosa colina que daba nombre al barrio desapareció para dar paso a una colonia de más de siete mil apartamentos. El que fuera uno de los primeros suburbios de Los Ángeles terminó desvaneciéndose, igual que un mal sueño.

Como la memoria de Fante, a quien se ningunea por sistema en su propio país y sólo goza de cierto reconocimiento, y bastante moderado, en algunos países de Europa. Más allá del entusiasmo tardío de Black Sparrow, que dejó de ser dueña de sus derechos hace más de una década, lo único que honra su memoria es una placita que lleva su nombre en lo que una vez fue Bunker Hill. La misma plaza donde estaba la biblioteca municipal en que Bukowski lo descubrió.

Los americanos son gente extraña. Encumbran a Kerouac y a Mailer, a Auster y a Wolfe, ensalzan a Roth y a DeLillo, a Palahniuk y a Foster Wallace... y se olvidan de Fante.

No tienen ni idea.

5

En lo que a mí respecta, estoy harto de Bandini. Muy harto. De verdad.

No de Fante, no. Estoy harto de Bandini. Harto de que todo el mundo hable de Arturo Bandini cuando se refiere a Fante y no lo haga de Henry Molise, su mejor y más conseguido álter ego. Su personaje por antonomasia. El reflejo del auténtico Fante, el hombre que asumió que no triunfaría más allá de lo material y lo doméstico, de sus diez coches, de sus seis casas, de sus cuatro hijos y sus diez perros. El viejo que, a cada paso, ajusta cuentas con su pasado. Ese Fante.

Estoy harto de Bandini y desde que he empezado a escribir esto no he hecho más que hablar de Bandini. Qué estúpido soy.

Ni he hablado tampoco de lo que realmente importa. De lo que se publicó tras su muerte: la inconclusa pero digna “Un año pésimo”, o “Al Oeste de Roma”, con su grandísimo relato acerca de Idiota, un perro inspirado en su inmenso y bruto Rocco, o “Llenos de vida”, tal vez la más autobiográfica de todas sus obras, donde Molise se quita la careta y se deja llamar por su propio nombre. En los sesenta fue un guión que Hollywood se ocupó de destrozar a lo Blake Edwards.

Al contrario de lo que sucede con autores como Bolaño, los archivos inéditos que conservaba Fante eran de una calidad bastante superior a lo que conocíamos. Algunos, bastante más pulidos que sus aventuras iniciáticas, que el reflejo de aquel pedante fanfarrón y adolescente que traducía su rabia en una pretenciosidad bastante insoportable. Maldito Bandini. 

En realidad, Arturo Bandini no debería ser más que la puerta de salida del universo fantiano. El postre ligero después del gran banquete. La primavera despistada que se cuela entre el otoño y el invierno, desoyendo al calendario. El complemento perfecto y final a sus historias de madurez, que son las que más se ajustan al Fante escritor, que mejor muestran al Fante padre e hijo adulto, al Fante desencantado y cruel, al misántropo socarrón, al viejo árbol deshojado y gris que espera, como Svevo Bandini, a la primavera.