Agujeros negros


Cuenta Chris Smith, teclista de Smile —lo que más tarde sería Queen—, que, a finales de los 60, cuando Freddie Mercury era aún Freddie Bulsara, muy pocos lo tomaban en serio cada vez que decía que iba a ser una estrella. Un día, Smith entró en el West Kensington Pub de Elsham Road y se lo encontró allí, apostado en la barra, con la cabeza apoyada en las manos, totalmente ausente. Se sentó a su lado y le preguntó: «¿Qué te pasa, Fred?». «Que ya no voy a ser una estrella», le contestó. «¿Cómo que no? Nos lo has prometido, no te puedes echar atrás. ¡Claro que serás una estrella!». Freddie se giró y le dijo: «No voy a ser una estrella. Voy a ser una leyenda».

El resto es historia. Freddie fue una estrella primero y una leyenda después. Pero, hasta lograrlo, tuvo que sobrevivir vendiendo ropa usada en el mercado de Kensington. A veces, pocas, vendía también alguno de sus cuadros. Durante los primeros años de Queen no tuvo más remedio que alternar su vida de proyecto de leyenda con la de vendedor de zapatos de segunda mano en su puesto del mercadillo.

En 1974, un poco antes de que el éxito le diese la razón y lo engullese para siempre, Freddie todavía era un tipo normal que disfrutaba de las cosas mundanas. Mick Rock, el fotógrafo de cabecera de aquella década, me contaba una vez que solía ir al pequeño apartamento que este compartía con su novia, Mary Austin, en el 100 de Holland Park. Con ellos pasaba las tardes. «Aún puedo verle en camisón y pantuflas», me decía. «Le chiflaba cotillear sobre nuestros conocidos y poner discos —Joni Mitchell y especialmente su Court And Spark eran su debilidad— mientras Mary nos preparaba té con pastas. Era todo muy casero e inofensivo. Es mi época favorita, antes de que el éxito nos cegase y la locura y las drogas se nos fuesen de las manos».

Se cumplen ahora 25 años de su muerte. Justo el mismo año en que otras tres leyendas —David Bowie, Prince y Leonard Cohen— nos dejaron para siempre. Entre los cuatro, y por ese orden, levantaron los cimientos sobre los que se acabaría asentando mi educación musical y sentimental. Recordar que ya no están me produce una cierta sensación de orfandad y desamparo que me devuelve a mi infancia, al día exacto en que descubrí que mi ídolo era mortal.

El 25 de noviembre de 1991 fue un lunes. Llovía a mares y yo tenía clase de gimnasia por la tarde. Nada más llegar a casa, vi a mi madre sentada en la cocina, frente a aquel televisor diminuto que teníamos, paralizada. En el telediario estaban dando la noticia de la muerte de Freddie. Recuerdo su cara al decirme: «Lo siento, hijo». Como si fuese culpa suya. Me quedé en silencio, apretando los labios de rabia y tristeza, con un nudo enorme en la garganta. Fui a mi habitación y me dejé caer sobre la cama, junto a mi chándal. Y lloré, mucho y desconsoladamente, aprovechando que nadie me veía. Estaba indignado con Freddie. ¿Cómo había podido ser tan idiota?

Aquella tarde, en el gimnasio, nadie hablaba de otra cosa. Teníamos once años. Muchos de mis compañeros se reían de su muerte para hacerme daño y porque les daba igual. Hacían bromas sobre su sexualidad y los resultados de su autopsia. El único que no se reía era Jairo. Estaba igual de triste que yo. Ese día nos hicimos amigos y, a partir de entonces, nos pasamos el resto de recreos de aquel curso hablando de Queen e intercambiando discos y cintas. Nuestra amistad, que nació al abrigo de una ausencia compartida, cumple también un cuarto de siglo.

A medida que nos hacemos viejos nos vamos llenando de ausencias. Las personas a las que amamos, los amigos, los lugares donde fuimos felices, la inocencia de los primeros recuerdos... Todo está condenado a morir y a llevarse consigo una parte de nosotros mismos y dejarnos llenos de agujeros. No hay elección posible. Uno aprende a vivir con las ausencias igual que se acaba acostumbrando a la enfermedad, el frío o la noche.

Cuesta asumir que la vida sigue cuando alguien importante desaparece. Mi tío Carlos, el único adulto no convencional que pobló mi infancia, se parecía mucho a Freddie físicamente. En los 80 llevaba, como él, un mostacho prominente que le llegaba casi hasta la barbilla y unas gafas de aviador idénticas a las que lucía en la portada de "Mr. Bad Guy. Cuando Carlos murió, hace siete años, mi tía me regaló aquellas gafas de sol. No me separaba de ellas. Me hacían sentir capaz de ver el mundo con sus ojos, aunque no fuese verdad. Una noche me dejé el coche abierto y un tipo que se dio cuenta aprovechó para entrar a robar. Después de revolver todo lo que había en su interior, decidió que lo más valioso eran las gafas y se las llevó. Supe quién había sido porque durante meses se estuvo paseando por el barrio con ellas, sin importarle lo más mínimo. Era un tipo de unos cincuenta años, menudo, malcarado, muy pálido, con un amplio historial delictivo a sus espaldas. Me había informado bien por si algún día me lo cruzaba en la calle y podía explicarle lo importantes que eran para mí aquellas gafas. Por desgracia, nunca ocurrió. Un día apareció muerto en su cama. Me enteré mucho después. Sentí su muerte, lo reconozco, porque con ella se murió también mi única oportunidad de recuperarlas.